De pequeño juré no cometer pecado carnal hasta no cumplir con la edad apropiada. Cuando lo cometí, estoy seguro, no contaba con más del metro y medio de estatura. Ahora con edad suficiente para cometer excesos en la vida prefiero las caminatas por la tarde, los abrazos interminables y los besos dónde se entrega más que el alma. He olvidado el significado de un juramento y no prometo nada que no he de cumplir. Aunque, por contradictorio que parezca, juraré no jurar jamás.
La vergüenza, mas que la culpa, era el sentimiento que atormentaba mis días el verano que juré no cometer pecado carnal –menor dicho: no volver a cometerlo. La lluvia ya había cesado y yo regresaba a casa empapado no solo por el agua, por supuesto que no, bañaba a mi cuerpo un halo de suciedad. El primero había logrado, solo con su mirada, hacerme sentir un ser indigno; y por tanto desmerecedor de un hogar honorable. ¿Cómo vería a mi familia a los ojos? Sodomita era la palabra, que aunque desconocida entonces para mí, sentía llevar tatuada en la frente.
El pago por aquella sesión vouyerista fue un reloj al cual se le encendía la pantalla. La pantalla no fue lo único encendido por esos días, también lo fueron mi curiosidad y mis deseos por volverle a ver. Pasó tiempo antes de repetir el encuentro, cuando sucedió tomé la misma postura: de pie solamente observando mientras él se masturbaba. Sudé y el aroma que mi cuerpo expidió no era como aquel de mis tardes jugando, era un aroma peculiar, delatador. Apreté mis piernas como reflejo al miedo que estaba sintiendo. El pago fueron unos pesos y la promesa de no tocarme jamás. La cumplió.
A tan corta edad se entiende poco de la vida, sigo sin entender a decir verdad, de cualquier forma no volví a ser el mismo. Con mi curiosidad matándome cada noche del verano decidí buscar lo que mis instintos primarios demandaban. Vino un segundo nombre, fuerte a mis oídos y aun más a mis muslos. Sin penetración y con mal sexo oral entro a mi vida para asentarse por un buen tiempo. Después de esa primera vez, el segundo hombre debió esperar a que faltara a mi juramento para terminar lo que hasta hoy sigue inconcluso.
Nuevamente regresaba a casa avergonzado de mis actos, ni las albóndigas que a pesar de ser uno de mis platillos favoritos lograron tranquilizarme. Temeroso de ser castigado por mi conducta juré no cometerlo nunca más. Mis muslos temblaban yo no sé si de miedo o preguntándose cuando volverían a sentir lo que horas antes nos había hecho tan felices. Ya con otro año sumado a mi edad, pocos centímetros más a mi estatura, y mis primeros conflictos de conciencia social y religiosa, le busqué. Encontrándome frente a terreno desconocido hice lo que supuse correcto: encuentros ocasionales y enamorarme de quien no debía hacerlo. No por que no estuviera el segundo hombre disponible, llegó un tercero a mi vida.
La vergüenza, mas que la culpa, era el sentimiento que atormentaba mis días el verano que juré no cometer pecado carnal –menor dicho: no volver a cometerlo. La lluvia ya había cesado y yo regresaba a casa empapado no solo por el agua, por supuesto que no, bañaba a mi cuerpo un halo de suciedad. El primero había logrado, solo con su mirada, hacerme sentir un ser indigno; y por tanto desmerecedor de un hogar honorable. ¿Cómo vería a mi familia a los ojos? Sodomita era la palabra, que aunque desconocida entonces para mí, sentía llevar tatuada en la frente.
El pago por aquella sesión vouyerista fue un reloj al cual se le encendía la pantalla. La pantalla no fue lo único encendido por esos días, también lo fueron mi curiosidad y mis deseos por volverle a ver. Pasó tiempo antes de repetir el encuentro, cuando sucedió tomé la misma postura: de pie solamente observando mientras él se masturbaba. Sudé y el aroma que mi cuerpo expidió no era como aquel de mis tardes jugando, era un aroma peculiar, delatador. Apreté mis piernas como reflejo al miedo que estaba sintiendo. El pago fueron unos pesos y la promesa de no tocarme jamás. La cumplió.
A tan corta edad se entiende poco de la vida, sigo sin entender a decir verdad, de cualquier forma no volví a ser el mismo. Con mi curiosidad matándome cada noche del verano decidí buscar lo que mis instintos primarios demandaban. Vino un segundo nombre, fuerte a mis oídos y aun más a mis muslos. Sin penetración y con mal sexo oral entro a mi vida para asentarse por un buen tiempo. Después de esa primera vez, el segundo hombre debió esperar a que faltara a mi juramento para terminar lo que hasta hoy sigue inconcluso.
Nuevamente regresaba a casa avergonzado de mis actos, ni las albóndigas que a pesar de ser uno de mis platillos favoritos lograron tranquilizarme. Temeroso de ser castigado por mi conducta juré no cometerlo nunca más. Mis muslos temblaban yo no sé si de miedo o preguntándose cuando volverían a sentir lo que horas antes nos había hecho tan felices. Ya con otro año sumado a mi edad, pocos centímetros más a mi estatura, y mis primeros conflictos de conciencia social y religiosa, le busqué. Encontrándome frente a terreno desconocido hice lo que supuse correcto: encuentros ocasionales y enamorarme de quien no debía hacerlo. No por que no estuviera el segundo hombre disponible, llegó un tercero a mi vida.
3 comentarios:
aaah regresastee!!
ahora se que ya no estas muerto,
andan fingiendo morir,
:)
esa curiosidad derrumba nuestro limites de libertad para expandirla.
ah te extrañaba!!
Saludos y abrazos!!
Y como Lázaro, reviviste...aunque nunca supe la certeza de tu "muerte".
Pero da gusto leerte de nuevo.
Besos niño.
y cuando vas a volver, algo nuevo?
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