Después de algunas batallas perdidas por fin conozco el sabor de la victoria. Es amargo, sobre todo si viene acompañado del dolor, raspa en la garganta como un trago de mezcal; emborracha el ego y disfraza cualquier sentimiento de culpa. Así es como la siento.
Durante muchos días me dediqué a buscarle, y no menos noches le soñé, estuve consagrado a la idea de alguna tarde no verme rendido. Mala la hora en que me encapriché contigo. Nunca fuiste tan importante, siempre tan imprescindible y veme ahora: dependiente de ti.
No hice caso a las estrellas que anunciaban nuestro fatídico destino. Ignoré toda señal de desdicha, abandono o desesperación. Imité expresiones de felicidad y diluí los amargos sabores de la soledad en infusiones de falsos remedios para el amor.
Lo supe en principio y continué en batalla. Ésta vez ganaría, lo sabía. Mi intuición no pudo ser más acertada. Gané por primera vez (y no entiendo porqué me siento derrotado). Ahora me encuentro libre para enamorarme.